Puesto a sentarme suelo optar por una buena butaca pero el caso es que hoy me siento en la obligación. Me siento en la obligación de comprarme un sombrero. ¿Para qué? Para poder descubrirme ante el inagotable caudal de ingenio de esos lopes de barca o calderones de la vega de nuestro tiempo, esos puntales del entretenimiento de masas que son los creadores de formatos y programas de televisión. Debe entenderse aquí la palabra creador en su más amplio sentido, es decir, alguien que inventa, adapta o directamente copia algo aparentemente nuevo.
Lo confieso: yo soy uno de los millones de espectadores que no se ha perdido un solo minuto de cada uno de los doce programas de “Top Juez”. Me planté ilusionado ante el televisor a la espera del comienzo del primer episodio y mi fidelidad creció imparable semana tras semana hasta el desenlace.
Qué gran idea, un concurso televisivo de juicios para aficionados, para gente de la calle. Y pensar que los cuatro o cinco agoreros de siempre decían que no iba a funcionar… ¿Cómo no va a funcionar un programa así en España? Si aquí todos nos sentimos capacitados para juzgar si la condena de la Pantoja es acertada, si Urdangarín es culpable, si a Pacheco le han caído más años de los que se merecía, si Alaya sufre una rara versión del síndrome de Diógenes y no puede deshacerse de ninguno de los casos que se ponen a su alcance, si Garzón se pasó de listo o se lo pasaron por la piedra…
Por cierto: notable hallazgo el del propio Garzón como miembro del jurado del concurso. Sí, vale, se pasaba de chulito algunas veces con los concursantes pero no puede negarse que le daba empaque al programa, cosa que no hacían ni la Bueyes ni García Montes, más preocupados de su propia imagen que de otra cosa.
Y cómo evolucionaron los concursantes… Especialmente los tres finalistas; Porfirio, el joven reponedor del Mercadona de Socuéllamos que sueña con estudiar la carrera de Derecho aunque no logró acabar el bachillerato; Chufi, la funcionaria jubilada que se interesó por la justicia viendo de chica la serie de “Perry Mason” y se terminó de enganchar con “La Ley de Los Ángeles”; y Neus, la vivaracha clarinetista de la banda de música de Burjasot que logró hacerse con el triunfo. Al principio eran personas comunes y corrientes, de esas que existen en plural. Ahora son ídolos, estrellas mediáticas admiradas y envidiadas por millones de españoles.
Cuánto hemos aprendido viéndoles escrutar las pruebas, analizar los testimonios, reprender a los abogados, dictar sentencias… Con lo enrevesados que eran algunos de los supuestos que les tocaba juzgar. Anda que no tenían imaginación los guionistas. Menudos casos. Desde los hermanos siameses uno de los cuales había denunciado al otro por malos tratos y pedía una orden de alejamiento, hasta el funcionario encargado de pintar las líneas blancas de separación de carriles en las carreteras de Bilbao y Vitoria al que acusaban de blanqueo de capitales.
Informar, formar y entretener. Pocos espacios han cumplido en las últimas décadas con este lema que sintetiza en tres verbos, una conjunción y una coma la misión que debe cumplir la televisión. Pocos por no decir ninguno. Salvo “Top Juez”, claro está. Lástima que los programadores de las otras cadenas carezcan de imaginación y, una vez más, hayan pretendido aprovechar el tirón de un éxito ajeno de la única manera que conocen: estropeándolo.
Primero fue Bravo TV con su bochornoso “Mira Quién Juzga”. Un plagio descarado de “Top Juez” pero, en lugar de con ciudadanos anónimos como concursantes, con famosetes de decimocuarta categoría y las eliminaciones decididas por votos telefónicos de los espectadores, un método estupendo para quitarse del medio a quien les diese la gana porque a ver quién se va a poner a comprobar que, efectivamente, fueron más las llamadas para echar a uno que a otro. Vergonzoso.
Y después llegó “Gran Abogado”, el reality en el que quince picapleitos tenían que convivir encerrados en una casa durante varios meses. Un experimento sociológico, según lo promocionaban en TeleCanal. Un bodrio repugnante, según lo calificaría yo. En vista de que tras tres o cuatro semanas la audiencia del programa caía en picado porque los leguleyos recluidos no despertaban el menor interés, los responsables de TeleCanal decidieron hacerles competir por la comida.
La lucha se encarnizó de tal modo que el programa terminó como el rosario de la aurora: tres abogados muertos, cinco malheridos, dos docenas de querellas cruzadas entre los concursantes y otras tantas entre ellos mismos y la dirección de la cadena. O sea: más trabajo para la justicia. Como si le hiciese alguna falta.
(Publicado en CaoCultura el 2 de octubre de 2015)
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